La esposa del predicador 

En las calles vibrantes de Río de Janeiro, la iglesia del pastor Harold brillaba como un faro de santidad, y su esposa, Mónica, de 35 años, era el sueño prohibido de los feligreses. Su cabello negro caía en ondas salvajes sobre una piel blanca como el mármol, su cintura estrecha se curvaba en una tentación imposible, y su trasero, grande, redondo y carnoso, se contoneaba bajo sus faldas recatadas como una promesa pecaminosa. Los hombres en los bancos, con Biblias en las manos, dejaban que sus ojos se perdieran en las curvas de sus nalgas, imaginando que escondían sus sagradas prendas, mientras las mujeres susurraban envidias disfrazadas de plegarias. Harold y Mónica eran la pareja modelo ante el mundo, pero tras las paredes de su hogar, el lecho estaba frío, y el deseo de Mónica ardía sin ser saciado.


Un día, sentada en un café con el bullicio de la ciudad como telón de fondo, Mónica confesó su tormento a su mejor amiga, Lilian. Sus manos temblaban alrededor de una taza de café, su voz baja y cargada de frustración.


—¿Qué no le gustas? ¡Cualquier hombre desearía estar con una mujer como tú, Mónica! Le debe pasar algo más, ¿has hablado con él? —preguntó Lilian, inclinándose sobre la mesa, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y picardía. Su tono era cálido, pero había un filo travieso en sus palabras, como si ya supiera algo que Mónica aún no admitía.


—Por supuesto amiga, pero como te dije antes, ¡nada funciona! me he paseado desnuda delante de el y es como que si no existiera, solo continua leyendo su Biblia y ya. ¿Qué más puedo hacer? —respondió Mónica, su voz quebrándose mientras recordaba las noches de rechazo. Se había desnudado frente a Harold, dejando que la luz tenue lamiera sus pechos llenos, sus pezones rosados endurecidos por el aire fresco, su pálido trasero desnudo contoneándose al caminar por la habitación. Pero él apenas levantaba la vista, murmurando versículos mientras ella se humillaba en silencio.


Lilian se acercó más, sus labios curvándose en una sonrisa cómplice. —Amiga, ya que tú estás siendo tan sincera conmigo y me estás confiando este duro problema por el que estás pasando, voy a contarte algo. Yo también pasé por algo similar, aunque mi esposo no es tan santurrón como el tuyo, hubo un tiempo en el que me ignoraba tal cual como lo está haciendo Harold contigo. —Hablaba con calma, pero sus ojos brillaban con un secreto oscuro, y Mónica sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una mezcla de intriga y temor.


—¿Y cómo hiciste? Porque la verdad yo ya no le encuentro manera —preguntó Mónica, inclinándose hacia adelante, sus pechos presionando contra la mesa, su respiración acelerándose mientras esperaba una respuesta que la salvara del vacío que sentía.


—Tuve la suerte de conocer a un hombre en un bar que no tenía nada que perder ni tampoco tenía intenciones de ganar algo conmigo, ¿me entiendes? —dijo Lilian, su voz bajando a un susurro conspirador. Sus dedos jugaban con el borde de su taza, y había un brillo en su mirada que hablaba de noches prohibidas y placeres robados.


Mónica se atragantó con el café, sus mejillas ardiendo. —¿Le fuiste infiel a tu marido, Lilian? —preguntó, su tono mezcla de shock y curiosidad, su mente imaginando a Lilian en los brazos de un extraño, sudando y gimiendo bajo luces tenues en algún motel perdido por la ciudad.


—Solo te pido que lo pienses, ¿ok? No quiero verte triste, y menos si sé que puedo hacer algo para ayudarte, sé que lo estás, incluso con esa sonrisa que pones! —respondió Lilian, su voz suave pero firme, como una caricia que escondía una orden. Miró a Mónica directo a los ojos, viendo más allá de su fachada de esposa devota, tocando el deseo que latía bajo su piel.


—Oh por Dios jaja, ¡estás loca, Lilian! Buena suerte. ¡Dios te bendiga! —rio Mónica, nerviosa, levantándose de la mesa con las piernas temblorosas. Pero las palabras de Lilian se clavaron en su mente como un anzuelo, y mientras caminaba a casa, sentía una curiosidad prohibida, pero ella jamás haría algo así, por lo que quito rápidamente esas ideas pecaminosas de su cabeza.


Esa misma noche, Mónica decidió tentar al destino. Esperó a Harold en la sala, vestida con una lencería blanca que era puro pecado: un sujetador de encaje que apenas contenía sus pechos voluptuosos, los pezones rosados visibles bajo la tela translúcida, y una tanga tan pequeña que se perdía entre sus nalgas carnosas, dejando su trasero expuesto como una fruta madura. Cuando Harold entró, ella se acercó, sus caderas balanceándose con una sensualidad desesperada, su piel brillando bajo la luz de las velas que había encendido.


—Pero qué… Mónica, ¿qué pasa contigo? ¡El demonio se está apoderando de tu alma! ¡La carne no puede más que el espíritu! Por favor, amor, ¡no dejes que el demonio domine tus pensamientos! —gritó Harold, retrocediendo como si ella fuera una aparición infernal. Sus ojos se abrieron de par en par, su rostro palideciendo mientras apretaba la Biblia contra su pecho, sus manos temblando no de deseo, sino de pánico.


—Vamos, cariño, ¿de qué hablas? ¡No te provoca estar con tu amada esposa que te desea tanto? —ronroneó Mónica, acercándose más, sus pechos rozando su camisa, el calor de su cuerpo chocando contra la frialdad de él. Se mordió el labio, dejando que sus manos acariciaran sus propios muslos, invitándolo con cada gesto.


—Mónica, por Dios, ¡vístete! ¡Pareces una cualquiera! ¡Tú no eres así! —espetó Harold, apartándola con un empujón suave pero firme. Su voz era un sermón, cortante y acusadora, mientras sus ojos evitaban el espectáculo de su cuerpo, fijándose en la pared como si buscara salvación.


—¿Una cualquiera dices? ¡Harold, por Dios! Solo estoy pidiéndote algo de amor! ¡Pensé que te gustaría! —replicó Mónica, su tono subiendo, el calor de la vergüenza y la furia subiéndole al rostro. Se cruzó de brazos, haciendo que sus pechos se alzaran aún más, desafiándolo con su carne expuesta.


—¿Amor? ¡Pareces que buscaras más que eso! ¡Pareces una prostituta! ¡En vez de una mujer de Dios! —rugió él, su rostro endureciéndose, sus palabras golpeándola como látigos. La miraba con desprecio, como si su deseo fuera una mancha en su santidad.


—¿Querer tener relaciones con mi esposo es pecado entonces? ¿Te estás volviendo loco? —gritó Mónica, sus manos temblando mientras señalaba su cuerpo, su voz quebrándose entre la ira y las lágrimas que empezaban a formarse.


—¡Esa no es la manera de hacerlo, Mónica! ¡No está bien, me entiendes? —respondió Harold, su tono frío y autoritario, como si estuviera predicando desde el púlpito. Sus ojos se cerraron por un instante, como si rezara en silencio por fuerza para resistirla.


—¿Entonces cómo puedo hacer para que me des un poco de tu atención, Harold? ¡Dime! —suplicó ella, dando un paso hacia él, sus nalgas temblando ligeramente con el movimiento, su voz un ruego desesperado que colgaba en el aire.


—¡Aléjate de mi vista ahora mismo! ¡Iré a orar por ti! Quizá de esa manera Dios perdone tus pecados —ordenó Harold, girándose hacia su escritorio, su espalda rígida como una muralla. Agarró su Biblia con fuerza, como si fuera un escudo contra la tentación que ella representaba.


—¡No puedo creer que me hagas esto de nuevo, Harold! ¡La iglesia te está volviendo loco! —sollozó Mónica, corriendo hacia el dormitorio, sus pasos resonando en el suelo de madera. Las lágrimas corrían por sus mejillas, su cuerpo temblando de frustración, la tanga húmeda entre sus piernas por un deseo que no encontraba salida.


—Señor, perdona a mi amada esposa por su lujuria! ¡Reprende todo demonio que se encuentre dentro de ella en el nombre de Jesús! —entonó Harold desde la sala, su voz resonando como un eco santo mientras se arrodillaba, su frente sudorosa tocando las páginas sagradas.


A la mañana siguiente, con el cuerpo aún ardiendo de deseo insatisfecho, Mónica golpeó la puerta de Lilian con un toc, toc, toc urgente, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y anticipación. Un hombre abrió: alto, de piel negra como la medianoche, músculos marcados bajo una camiseta ajustada que dejaba poco a la imaginación, y unos ojos oscuros que la recorrieron como si ya la poseyeran.


—Hola, buenos días, ¿se encuentra Lilian? ¡Necesito hablar con ella urgente! —dijo Mónica, su voz temblando mientras intentaba mantener la compostura. Sus manos jugueteaban con el borde de su falda, y un calor subía por su cuello al estar frente a ese imponente hombre, que la miraba de pies a cabeza.


—Lilian está ocupada, ¿quién es usted? —respondió él, su voz grave y profunda resonando en su pecho, enviando un escalofrío por su espina dorsal. La miraba con una sonrisa torcida, sus dientes blancos brillando contra su piel oscura, como un lobo que acaba de oler a su presa.


—Dígale que es Mónica, la esposa del predicador! —dijo ella, levantando la barbilla con un resto de orgullo, aunque sus ojos traicionaban su nerviosismo al deslizarse hacia los brazos musculosos del extraño.


—Ella está en el sótano, nena, ven conmigo! —respondió él, haciéndole un gesto con la mano, su tono casual pero con un dejo de mando que la hizo obedecer sin pensarlo.


—De acuerdo! ¡Muchas gracias! —dijo Mónica, siguiéndolo con pasos vacilantes. Mientras bajaban las escaleras oscuras, su mente gritó: “este hombre debe ser el que ella conoció en el bar! ¡Por Dios, pero jamás pensé que fuese negro!” Su mirada se fijó en su espalda ancha, en el contorno de sus nalgas firmes bajo los pantalones, su respiración acelerándose con cada paso.


El sótano era un antro de sombras y humedad, el aire cargado con un olor a sudor y algo más… algo animal. Lilian estaba allí, lavando ropa en una tina vieja, vestida solo con un conjunto de ropa interior rojo: un sostén que apenas contenía sus pechos pequeños, los pezones visibles bajo la tela, y unas bragas que se hundían entre sus nalgas, dejando su piel expuesta y brillante por el calor.


—¡Hey, nena! ¡Tienes visita! —gritó el hombre, su voz resonando en el espacio cerrado mientras se apoyaba contra la pared, cruzando los brazos con una sonrisa perezosa.


—¡Te dije que no abrieras la puerta a nadie, Darnell! —espetó Lilian, girándose con las manos húmedas, su cabello desordenado cayendo sobre sus hombros. Su tono era de fastidio, pero sus ojos brillaron al ver a Mónica, como si supiera exactamente por qué estaba allí.


—La mujer dice ser la esposa del predicador! —respondió Darnell, señalándola con un movimiento de cabeza, sus ojos recorriendo su cuerpo con una lentitud deliberada, deteniéndose en su trasero que se marcaba bajo la falda ajustada.


—¡Oh, cielos, es mi amiga Mónica! —dijo Lilian, secándose las manos en una toalla vieja, su sonrisa creciendo mientras caminaba hacia ella, sus caderas balanceándose con una sensualidad despreocupada.


—Solo quería venir a hablar contigo, Lilian, pero creo que no es buen momento… —murmuró Mónica, sus mejillas ardiendo al ver a su amiga semidesnuda frente a un extraño. Sus manos se apretaron frente a su pecho, intentando cubrirse del peso de las miradas que sentía sobre ella.


—¿Las dejo solas para que hablen, nena? —preguntó Darnell, dando un paso hacia la escalera, pero su tono era burlón, como si ya supiera que no se iría.


—No, guapo, no hace falta… perfectamente sé a qué ha venido mi querida amiga aquí presente! —respondió Lilian, deteniéndose frente a Mónica, sus manos en las caderas, su ropa interior dejando poco a la imaginación. Pensó para sí misma: “¿en qué estará pensando?”, mientras sus ojos brillaban con una mezcla de diversión y deseo.


—El pastor no sabe satisfacer a su mujer, Darnell, ¿sabías eso? Mónica ha venido aquí en busca de un verdadero hombre! —anunció Lilian, su voz alta y provocadora, girándose hacia Darrell con una risa que resonó en el sótano. Sus dedos jugaban con el borde de sus bragas, y su mirada desafiaba a Mónica a contradecirla.


—¿De qué hablas? ¡No he venido aquí por eso, Lilian! ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué cuentas mis cosas a tu amante? —protestó Mónica, su voz subiendo de tono mientras retrocedía un paso, sus manos temblando de vergüenza y furia. Sentía el calor subirle al rostro, sus pezones endureciéndose bajo la blusa por la tensión del momento.


—No hay de qué avergonzarse, querida! Darnell puede satisfacernos a ambas sin problemas! ¿No es así, querido? —respondió Lilian, acercándose a Darnell y rozando su brazo con las yemas de los dedos, su voz melosa pero cargada de intención. Lo miraba con adoración, como si él fuera un dios pagano listo para reclamarlas.


—No la escuche, señor Darnell, yo no quiero nada de eso, ¡no sé qué sucede con ella! ¡Qué vergüenza! —balbuceó Mónica, dando otro paso atrás, sus piernas chocando contra una silla vieja. Su respiración se aceleraba, su cuerpo traicionándola con un cosquilleo que subía desde su entrepierna hasta su pecho.


—Venga, Lilian solo está tratando de ayudarte con tu problema, preciosa! —dijo Darnell, avanzando hacia ella con pasos lentos, su presencia llenando el sótano como una sombra imponente. Su camiseta se tensaba contra sus pectorales, y el bulto en sus pantalones parecía crecer con cada palabra.


—Pero yo… ¡no quiero! ¡No deseo eso! ¿Quién creen ustedes que soy? —gritó Mónica, su voz temblando mientras alzaba las manos en un gesto defensivo, pero sus ojos se deslizaron sin querer hacia la entrepierna de Darnell, su mente traicionándola con imágenes de lo que podría esconder.


—Eres una buena hembra que cualquier hombre de verdad no dudaría en clavarle la verga! Yo, por ejemplo, estaría encantado de ayudarte con tu problema, ¿me entiendes? —respondió Darnell, su voz grave vibrando en el aire, sus labios curvándose en una sonrisa sucia. Se acercó más, su aliento caliente rozando su cuello, y Mónica sintió un escalofrío recorrerle la piel, sus pezones endureciéndose aún más bajo la tela.


—Venga, Mónica, ¡sabes que te mueres por pecar! Y no es tu culpa! ¡La culpa es solo de tu esposo! —insistió Lilian, dando un paso al lado de Darnell, sus manos acariciando su propio cuerpo como si lo ofreciera a Mónica. Su tono era una mezcla de burla y seducción, y sus ojos brillaban con una certeza que la desnudaba.


—No, Lilian, no puedo hacerlo, yo mejor me voy y hablamos luego, ¿ok? —dijo Mónica, girándose hacia la escalera, su corazón latiendo tan fuerte que lo sentía en la garganta. Sus piernas temblaban, y un calor húmedo se acumulaba entre sus muslos, traicionándola con cada paso que intentaba dar.


—Amiga, ¿sabías que Darnell estuvo preso por muchos años por asesinar a un cura? Imagino que lo podría hacer también con un pastor. ¿Por qué mejor no te tranquilizas, te quitas esa ropa y disfrutamos los tres, eh? ¡Será un pecado del cual te será muy difícil arrepentirte, amiga! Jaja —soltó Lilian, su risa cortando el aire como un látigo, deteniendo a Mónica en seco. Sus palabras eran una amenaza envuelta en placer, y sus ojos brillaban con una crueldad juguetona mientras se acercaba a Darnell, acariciándole el pecho.


Mónica se congeló, su mente gritando: “¡Por Dios! ¡En qué lío me he metido!” Su cuerpo temblaba, dividido entre el miedo y un deseo que no podía nombrar, sus manos sudando mientras la amenaza de Lilian se clavaba en su alma.


Diez minutos después, ambas mujeres estaban desnudas, la ropa de Mónica y Lilian formando un montón desordenado en el suelo sucio del sótano. El aire estaba cargado de tensión y lujuria, y Darnell las observaba como un depredador hambriento.


—Mónica, lo siento, pero es la única manera de hacerte entrar en razón! Entiende que no quiero que sufras más por ese santurrón idiota de tu marido! —dijo Lilian, su voz firme mientras se cruzaba de brazos, sus pechos desnudos temblando ligeramente con el movimiento. Estaba de pie junto a Darnell, su piel brillante por el sudor del calor del sótano, sus ojos fijos en Mónica con una mezcla de lástima y triunfo.


—¡Prácticamente amenazaste con que Darnell mataría a mi esposo si no hago esto! No puedo creerlo, Lilian. ¿Dónde está tu esposo? ¿Cómo es que ahora sales con un exconvicto, Lilian? ¿Por qué? —gritó Mónica, su voz quebrándose mientras se cubría los pechos con los brazos, su trasero desnudo temblando al aire. Sentía la vulnerabilidad de su piel expuesta, el frío del suelo contra sus pies descalzos, y un calor vergonzoso creciendo en su entrepierna.


—Mi esposo está en un viaje de trabajo y no pienso quedarme aquí sola y aburrida por 20 días, además, date la vuelta y te darás cuenta por qué estoy saliendo con Darnell —respondió Lilian, su tono despreocupado mientras señalaba a Darnell con un movimiento de cabeza. Sus manos se deslizaron por sus propias caderas, y su sonrisa era una invitación al caos.


—¿Qué te parece, eh? ¿Habías visto antes una verga de ese calibre? —preguntó Lilian, mientras Darnell se bajaba los pantalones, revelando un pene negro, grueso y largo, con venas palpitantes que parecían latir con vida propia. Estaba erecto, brillando bajo la luz tenue, y Mónica sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.


—¡Oh por Dios! ¿Ese pene es real? ¡No puede ser! —jadeó Mónica, sus ojos abriéndose de par en par mientras retrocedía un paso, sus manos cayendo a los lados por el shock. El único miembro que había visto era el de Harold, pequeño y pálido, un triste recuerdo frente a esta bestia de ébano que parecía desafiar las leyes de la naturaleza. Su cuerpo reaccionó sin permiso: un calor líquido empezó a aparecer entre sus piernas, sus pezones se endurecieron dolorosamente, y un cosquilleo subió por su columna.


—¡Bien, señoras! ¿Están listas para la diversión? —gruñó Darnell, acariciándose el miembro con una mano, su voz resonando como un tambor en el sótano. Sus ojos brillaban con lujuria, y su sonrisa era una promesa de destrucción.


—¿Crees que es una verga falsa? ¿Por qué no te acercas y lo compruebas por ti misma? —preguntó Lilian, acercándose a Mónica y empujándola suavemente hacia Darnell, sus manos rozando sus hombros desnudos con una caricia que era tanto amistosa como perversa.


—¡No! Es solo que… —balbuceó Mónica, sus palabras muriendo en su garganta mientras sus piernas temblaban, su mirada fija en la verga de Darnell. Quería retroceder, pero sus pies no obedecían, y un calor vergonzoso se extendía por su cuerpo como fuego líquido.


—¡Vamos, Mónica, acércate y tócalo! ¡No tengas vergüenza! Ya es hora de que tengas una verga de verdad en tus manos! —ordenó Lilian, su voz cortante mientras la empujaba más cerca, sus dedos apretando sus brazos con fuerza. Pensó para sí misma: “huh! Mónica está a punto de caer! ¡Después de esto no podrá vivir sin una gran verga negra! ¡Si tan solo el pastor pudiera ver este espectáculo!”, mientras una risa silenciosa curvaba sus labios.


Mónica se acercó a Darnell con pasos temblorosos, su mano derecha extendiéndose como si tuviera vida propia. Posó sus dedos en la punta de aquella monstruosa verga negra, caliente y dura como acero, y se mordió el labio con fuerza, conteniendo un gemido. “¡qué dura y palpitante verga tiene este hombre! ¡Es en verdad enorme! Me pregunto qué se sentirá tener una verga de este tamaño en mi vagina! Dios, perdona mi manera de pensar, pero esto es demasiado”, pensó, sus dedos temblando mientras exploraban su grosor, el calor de la carne quemándole la piel, su coño palpitando con una necesidad que no podía negar.


—Ven, inclínate en el sofá y levanta bien ese gordo culo blanco! Solo un marica no querría cogerse un culo como este! ¿Qué demonios pasa con ese pastor? —ordenó Darnell, sus manos grandes y ásperas agarrando las nalgas carnosas de Mónica con fuerza, masajeándolas mientras la guiaba al sofá. La puso a cuatro patas, sus rodillas hundiéndose en el cuero gastado, su trasero alzado como una ofrenda, sus pechos colgando pesados y rozando la superficie áspera del mueble.


—Mi esposo es un hombre de Dios! ¡No posee lujuria en su mente! Yo… yo no debería estar aquí! —gimió Mónica, su voz temblando mientras intentaba cubrirse con las manos, pero el calor de las palmas de Darnell en su trasero la hacía jadear, su piel erizándose bajo su toque.


—¡Vamos, Mónica, no deberías excusarlo! ¡Un verdadero hombre no descuida a su esposa como lo ha hecho él! —espetó Lilian, acercándose al sofá, sus manos acariciando su propio cuerpo desnudo mientras miraba a Darnell con adoración.


—Pero ya no tienes que preocuparte! Yo me encargaré de calmar ese picor que llevas entre tus piernas, muñeca! —gruñó Darnell, alineando su verga con la entrada empapada de Mónica, su punta rozando sus labios vaginales y haciéndola temblar de anticipación.


—Lilian, solo prométeme que nadie se va a enterar de esto, ¡por favor! ¡Nadie! —suplicó Mónica, girando la cabeza hacia su amiga, sus ojos brillantes con lágrimas y deseo, su trasero temblando bajo las manos de Darnell.


—Amiga, ¡solo disfruta! Deja de preocuparte por eso! Soy tu amiga y lo sabes! ¡Ahora deja que mi macho te ponga a gozar! —respondió Lilian, sentándose en una silla cercana, sus piernas abiertas mientras se tocaba lentamente, sus ojos fijos en la escena con una mezcla de placer y voyerismo.


Darnell, sin perder más tiempo, empezó a meter su verga poco a poco en el voluptuoso cuerpo de Mónica. —¡Carajo! Estás tan apretada como una jovencita! El pastor Harold debe tener una verga diminuta, jaja! Uuhg! —gruñó, su voz resonando mientras la cabeza gruesa forzaba su entrada, estirando su vagina con una presión lenta y dolorosa. Sus manos apretaban sus nalgas, separándolas para ver cómo su carne cedía ante él, su respiración acelerándose con cada centímetro que avanzaba.


—Tu verga es demasiado grande! ¡Siento que me estás rompiendo, ahhhhh! ¡Ayyy! —gritó Mónica, su cuerpo convulsionando mientras él la penetraba, el dolor mezclándose con un placer oscuro que la hacía jadear. Sus manos se aferraron al borde del sofá, sus uñas clavándose en el cuero, su trasero temblando con cada empujón.


—Uuhg!! ¡Ahí está! ¡Tienes toda mi verga en tu interior, Mónica! Jaja! —rugió Darnell, enterrándose hasta el fondo con un último empujón brutal, su pelvis chocando contra sus nalgas con un sonido húmedo y carnal. Sus manos masajeaban su trasero, sus dedos hundiéndose en la carne blanca mientras comenzaba a bombear con fuerza, haciendo que sus nalgas se agitaran como olas en una tormenta.


—Mmm, qué bien se siente, amiga, ¿no es así? Estoy segura de que la verga de tu estúpido esposo no se compara con la de mi macho! —dijo Lilian, su voz melosa mientras se tocaba más rápido, sus dedos deslizándose entre sus propios labios vaginales, sus ojos brillando al ver a Mónica rendirse al placer.


—Por Dios, Lilian, ¡me está destrozando! ¡Dile que no me dé tan fuerte! Ahh!! —gimió Mónica, su voz quebrándose entre gritos y jadeos, su cuerpo temblando con cada embestida. Sentía la verga de Darnell como un ariete, partiéndola en dos, sus paredes internas estirándose hasta el límite, un calor líquido derramándose por sus muslos.


—¡Carajo, qué rico chocho tienes! ¡Es tan apretado! Si vivieras conmigo, no pararía de cogerte, zorra! Uuugh! —gruñó Darnell, acelerando sus embestidas, sus caderas chocando contra su trasero con un ritmo salvaje. Sus manos apretaban sus nalgas con fuerza, dejando marcas rojas en su piel blanca, su sudor goteando sobre su espalda mientras la follaba sin piedad.


—¿Ahora ves lo que te digo? Un hombre de verdad no dudaría ni un momento en coger teniendo junto a él una mujer como tú, amiga! En este momento es como si de verdad estuvieras siendo bendecida por tu Dios al permitir que recibas en tu lujurioso cuerpo esa enorme verga negra! —rio Lilian, su voz cortante mientras se levantaba de la silla, acercándose al sofá para ver de cerca cómo la verga de Darnell entraba y salía de Mónica, brillante por sus jugos.


—¡Ves, zorra? ¡Soy el ángel que Dios ha mandado para bendecirte! Jajajaja! —se burló Darnell, su risa resonando mientras agarraba sus caderas con más fuerza, sus embestidas volviéndose más profundas, golpeando un punto dentro de ella que la hacía gritar sin control.


“Oh Dios, qué cosas tan horribles dicen! ¡Son cosas del demonio! Pero, ¿por qué, Dios? ¿Por qué estoy disfrutando tanto este acto tan vil!” pensó Mónica, su mente girando en un torbellino de culpa y placer. Cada embestida era un martillo que destrozaba su resistencia, su coño palpitando alrededor de la verga de Darnell, sus pechos rebotando contra el sofá con cada golpe.


Darnell la penetró por más de media hora, su verga negra estirándola hasta el límite, sus nalgas temblando como gelatina con cada embestida. —Te ves hermosa tragándote toda esa carne negra por tu panochita, amiga! Pero creo que es hora de compartir! ¡Yo también necesito algo de ese pedazo de carne dentro de mí! —dijo Lilian, su voz cargada de deseo mientras se levantaba, sus manos acariciando sus propios pechos, sus pezones duros como piedras bajo sus dedos.


Con algo de disgusto, Darnell salió de Mónica, dejándola jadeando en una esquina del sofá, su vagina abierta y palpitante, sus muslos brillando con sudor y jugos. Lilian se acostó en el sofá, levantando las piernas hasta casi tocar sus hombros, su coño expuesto y húmedo. —Ahh sehh! ¡Dame bien duro por el chocho, papi! ¡Demuéstrale a mi amiga cómo un macho debe tratar a una mujer! —gritó, su voz resonando mientras Darnell metía su verga de un solo golpe, arrancándole un alarido de placer y dolor. Sus manos se aferraron a sus propias rodillas, abriéndose más para él, sus ojos brillando con una lujuria salvaje.


Mónica, sentada a un lado, miraba tímidamente, su cuerpo temblando por el recuerdo de la verga dentro de ella. “por Dios, ese hombre estuvo teniendo sexo conmigo por casi una hora y aún puede seguir haciéndolo con Lilian como si nada! Mi esposo apenas dura diez minutos cuando mucho!” pensó, sus ojos fijos en cómo la verga de Darnell entraba y salía de Lilian, brillante y húmeda, sus nalgas temblando con cada embestida brutal.


Aprovechando que Lilian tenía las piernas en sus hombros, Darnell puso sus manos en su espalda y la levantó, follándola de pie mientras ella colgaba, sostenida solo por su fuerza. —¿Quieres que me venga dentro de ti mientras la esposa del pastor nos ve, zorra? ¿Eso quieres? —gruñó, su voz ronca mientras la penetraba profundamente, sus músculos tensándose con cada movimiento, su sudor goteando sobre el cuerpo de Lilian.


—Sí, papi, ¡lléname el bollo de tu rica leche! ¡Vacía tus enormes bolas negras dentro de mí! Ahhh! Ahh! —gritó Lilian, su cuerpo convulsionando en sus brazos, sus pechos rebotando con cada embestida, sus ojos cerrándose mientras se entregaba al placer.


“¡No puede ser, Lilian va a dejar que ese hombre se venga dentro de ella?” pensó Mónica, su coño palpitando al verlo, sus manos apretándose contra sus propios muslos mientras el calor subía por su cuerpo.


—Ohh sí, papi, ¡lléname el chocho con tu rica leche! ¡Síí, ahhh! —chilló Lilian, su voz rompiéndose mientras Darnell rugía: —¡Joder! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Aquí viene, oooouggghg! —Un torrente espeso y blanco explotó dentro de ella, derramándose por los bordes mientras él seguía embistiendo, su semen goteando por sus muslos en un espectáculo obsceno.


“¡Por Dios! ¡Nunca pensé ver algo como esto! Parece que va a explotar dentro de ella! ¡Es tan intenso!” pensó Mónica, hipnotizada, su vagina ardiendo de deseo. “la está llenando toda! ¡Con todo ese semen la dejará embarazada! ¿Cómo se sentirá todo ese semen dentro? ¡Y aún sigue derramando tanto! Es mucho semen!... Mi vagina está que arde al ver todo ese espeso semen derramado del interior de Lilian! ¡En verdad quiero sentirlo! Oh Dios, este picor en mi vagina… ¡me está volviendo loca!” Su mente era un caos, su cuerpo temblando mientras se tocaba sin darse cuenta, sus dedos rozando su clítoris hinchado.


—¡Bien! ¡Ahora solo quedas tú, Mónica! ¡Aún queda mucha leche para ti! —dijo Darnell, sacando su verga de Lilian, aún dura y goteando semen, su mirada fija en Mónica como un depredador hambriento.


Perdida en la lujuria, Mónica se apoyó en una esquina del sofá y levantó las piernas hasta casi tocar sus hombros, su vagina expuesta y húmeda como una flor abierta. —¡Sí! ¡Animal del demonio! ¡Ven a singarme como una puta como lo hiciste con Lilian! ¡Cógeme todo lo que quieras y lléname con tu sucio semen ahora mismo! —gritó, su voz resonando con una desesperación salvaje, sus manos abriendo sus propios labios vaginales, ofreciéndose sin reservas.


Darnell se lanzó sobre ella, su verga negra entrando de un empujón brutal, llenándola hasta el fondo. Mónica, que jamás se había dejado llevar por pensamientos tan lujuriosos, que solo había imaginado sexo con Harold, se rindió por completo. El placer de aquella verga negra de un ex convicto y el espectáculo de Lilian siendo follada la habían roto. En su mente no había culpa, solo una locura ardiente por sentir el semen de Darnell inundándola, sin importar las consecuencias.


Continuara...